miércoles, 21 de enero de 2015

Las luces parpadeaban al mismo ritmo que sus ojos tintineaban, olía el sonido de su voz en el aire, como le gritaba, como le ensordecía y como le callaba. Observaba en la sala un pantalón rojo manchado, desgastado, deshilachado y acabado. Yacía en el suelo al lado de un piano viejo sin más teclas que Si y No, vio una partitura colocada en el atril, aunque estaba rota se leía el nombre: Claro de Luna. Él recordaba con añoranza las cincuenta veces que habría sonado esa sonata en su sombría habitación mientras leía sus cartas y olía el asqueroso/delicioso aroma de esa última rosa negra que le quedaba.

No sabía que le ocurría, nada más que la veía a ella mirara donde mirara y no podía sacársela de la cabeza por muy lejos que se fuera. Se agarró el zafiro atado al cuello y lo tiró contra el suelo dividiéndose en lágrimas que ella no llegaría a secar nunca. Se prometió a sí mismo no beber más de ellas aunque se muriera de sed, pues aun le quedaría la sangre de la herida. Aquella herida que él abriría inconscientemente para probar una vez más el sabor dulce del dolor provocado por ella, era consciente de que no debía hacerlo, pero también sabía que parte de ese dolor provenía de aquella mujer. Esa mujer había protagonizado tantos sueños macabros y pesadillas que al despertar lloraba de alegría de que se hubiera ido lejos, eso era lo que él se intentaba hacer creer, que se alegraba de su partida.

Sabía que la había perdido, quizás por no seguir las reglas del juego, o quizás por pensar que esa maldición llamada amor podía llegar a ser la razón de sus alegrías, cuando no era más que una melodía intermitente que rellenaba su pentagrama de latidos retorcidamente acelerados.


Anochecía y conforme la oscuridad se apoderaba del lugar, más se daba cuenta que iba perdiendo la noción del color, no podía distinguir más que negro y blanco, poco a poco se convertía en un pobre chucho que no sabría salir de esa pesadilla. Olisqueó como su antigua vida se iba con la brisa de la noche, sentía miedo y frío, no sabía qué hacer. Así que bajo el hocico y se tumbó con la esperanza de que alguien pudiera sacarle de aquella perrera de tres paredes.