miércoles, 16 de octubre de 2013

Sinfonía intermitente

La pianista se sentó para empezar a interpretar aquella partitura improvisada de la que apenas recordaba el orden de las notas que debía tocar.

Retorciendo las notas una a una iba pensando en el dolor que tuvo que pasar para llegar hasta donde estaba. Cada lágrima segregada no era más que otra nota añadida a la partitura que hacía que la canción se volviera más oscura con el tiempo.

Solamente había que fijarse en el público que yacía en aquel teatro expectante de cómo se desarrollaría la trama de aquella experiencia musical. En la fila de enfrente se sentarías los aristocráticos ya sordos del lujo de poder acudir a esta clase de eventos cada día.
Dominando el piano iba apretando los dedos con cada tecla haciendo resonar su corazón cada vez con más intensidad. En los balcones de la derecha estarían las canciones que compusieron el dolor de la pianista capaz de hacer que aquella partitura fuese real.

Sintiendo la música fluyendo por sus dedos podía notar el esfuerzo y el dolor de cada nota por salir de aquella prisión hecha de blanco y negro. En los balcones de la izquierda estarían las oportunidades perdidas gracias a las canciones que tanto bien hicieron en su vida.
            Mientras seguía tocando las paredes del teatro iban contrayéndose de manera que cada persona escucharía un tono más con cada nota, una palabra más con cada sonido, un sentimiento más con cada tecla.

            Fatigada seguía tocando como si el tiempo no pasase, pues quería demostrar a todo el mundo que estaban equivocados con ella. Cada nota se elevaba y descendía con rabia fracturando la coraza que tuviera en ese momento ella en su interior. Con cada latido pulsaba una tecla haciendo más fácil añadir notas a la partitura que más tarde destruiría a base de lágrimas de alegría. En cada una de ellas depositaba un recuerdo amargo y un nombre, de esta manera pulsaría las teclas con más odio y con más rapidez.

Si una sinfonía tenía tres partes, la suya se estaba haciendo más larga e irregular con el tiempo, tanto que no sabía cómo debía acabar. Tal vez un beso, tal vez un adiós, la cuestión es que tenía que decidirse ya.

Entonces se fue deteniendo poco a poco, tocando con más lentitud y a su vez más dulzura. La canción verdadera que marcaria  su vida se encontraba fuera de aquel teatro abandonado, ¿debía tomarla?


Tomo aire y se dispuso a tocar las últimas notas, terminando aquella infernal sinfonía en Si

miércoles, 2 de octubre de 2013

Joyero libertador

Primero vio el azabache, que le recordó a la larga carretera que peinó hasta llegar a encontrarse ante esos grandes zafiros en los que le gustaba mirarse. Aquellas dos gemas eran sus favoritas, pues en ellas se veía reflejado, a él, el resto de su colección y a lo lejos veía aquella preciosa prisionera atada con cadenas al suelo como siempre estaba.

Luego pasaría a ese cuarzo rosa tan hipnótico que nunca sabia cuando dejar de besar. Él pensó que engarzando entre ellas conseguiría la mayor joya que nunca hubiese visto el mundo, y quizá hubiera encontrado la felicidad con ellas. No podría saber que aprisionándolas les quitaba valor, les quitaba la magia, les quitaba el color.

Rodeo su imponente escultura  de hielo y mármol, solo un artista de buena fama podría haber hecho esa obra tan frágil y fuerte a la vez. El tacto que ofrecía te entregaba un sinfín de sinónimos de belleza pero aun sin saber lo que había dentro, él sabía que yacía tristeza mezclada con alegría, quizás por haber sido manejada por otros mediocres artistas que no supieron tratarla como era adecuado. Era una Venus recién salida del cuadro y debía protegerse como si se tratase de una diosa, por eso estaba detrás de un cristal reforzado con grietas acumuladas en el interior.

Y por fin el más preciado objeto de deseo después de los grandes zafiros, su gran diamante. Quizás igualaba el valor de todas las joyas que tenía en aquella apagada pero eficiente tienda que logró albergar a varias modelos antes de que una le prendiera fuego a la tienda e intentara liberar sus joyas. Un diamante  que le servía para vivir, que le daba la magia necesaria a los otros componentes para hacer a la colección toda una perfección.

El joyero la miró enamorado y apenado a la vez, pues además de ver su brillo veía el reflejo de una vitrina aislándola del mundo exterior. Aislándola de poder hacer feliz a un hombre a modo de regalo para su amada, o formando parte de un complemento de lujo para una famosa, o simplemente pasando a las manos de una niña que las guardaría como un tesoro hasta dárselo a su hija. El joyero se sacó la llave maestra del bolsillo del pecho, y dejó libre a las joyas, estas viajarían por el mundo llenándolo de sonrisas y de alegría. El joyero quedaría solo pero orgulloso por haber cuidado tan bien de ellas, desde que eran pequeñitas hasta que supieron buscar su camino en la vida.


Pues toda gema es más bella sin las cadenas.