miércoles, 3 de junio de 2015

Luces opuestas

Despertaba entre sabanas empapadas en lágrimas de la noche anterior, no recordaba si eran de alegría o de tristeza. Abría las ventanas para que el sol acariciara su rostro y el viento besara su piel. Iba a la cocina con prisa, pues siempre que levantaba de la cama tenia sed de sus palabras y hambre de su risa. Esperaba verla con una camisa puesta como cada mañana y besaría su cuello al mismo tiempo que cogería el café con la mano derecha. El sol se reflejaría en su tez, un fuerte aroma a café envolvería la habitación y el sonido de los pájaros retozaría en los rincones del lugar.

Sentado en su escritorio sacaba una pequeña libreta de cuero marrón y su estilógrafo de plata preferido, empezaría a recorrer su interior en busca de una historia que escribir, un cuento para contar, una película que mostrar. Podía elegir al protagonista que quisiera, desde alguien inventado a sí mismo o a ella también. Tenía hasta la caída del sol para terminar como todos los días. La luz del mismo le acompañaba en sus aventuras diarias, la utilizaría de guía para no perderse, para no volverse loco, para no rendirse.

A la puesta del sol la escucharía entrar por la puerta, le abrazaría y la besaría para después dirigirse a la cocina. Sacaba dos copas de vino y después de brindar contaría que tal fue su día, mientras, estaría embobado mirando sus labios y oyendo su risa. Esa risa que inspiró miles de historias de desamor a la vez que de pasión. La misma pasión con la que disfrutaría antes de dormir abrazado a ella, mientras a su alrededor se olería el fresco perfume de las rosas de su mesilla. Las rosas que imitarían tanto su olor que parecería que nunca se fue de aquella casa.

Nunca imaginaria todo lo que le ocurrió con ella, deseaba despertar un día como si nada hubiera pasado para poder repetir todo con ella, incluso los buenos momentos. Recordaría los malos momentos con ternura y dicha, pues al discutir lanzaba las más afiladas palabras que podían imaginarse. Todo ello con la esperanza de poder reconquistarla y nunca sabía si lo conseguía.


Acababa siempre mirando al sol por la misma ventana de siempre, veía como se despedía riéndose y al rato se vería a la hermosa perla blanca ocupando su lugar. Cerraba la ventana al mismo tiempo que empezaba a llorar, no sabía si era de tristeza o de alegría pero daba igual, pues estaba ella. Apagaba la luz y me acostaba a su lado con una tímida sonrisa en la cara y unas atrevidas lágrimas en el rostro.

miércoles, 21 de enero de 2015

Las luces parpadeaban al mismo ritmo que sus ojos tintineaban, olía el sonido de su voz en el aire, como le gritaba, como le ensordecía y como le callaba. Observaba en la sala un pantalón rojo manchado, desgastado, deshilachado y acabado. Yacía en el suelo al lado de un piano viejo sin más teclas que Si y No, vio una partitura colocada en el atril, aunque estaba rota se leía el nombre: Claro de Luna. Él recordaba con añoranza las cincuenta veces que habría sonado esa sonata en su sombría habitación mientras leía sus cartas y olía el asqueroso/delicioso aroma de esa última rosa negra que le quedaba.

No sabía que le ocurría, nada más que la veía a ella mirara donde mirara y no podía sacársela de la cabeza por muy lejos que se fuera. Se agarró el zafiro atado al cuello y lo tiró contra el suelo dividiéndose en lágrimas que ella no llegaría a secar nunca. Se prometió a sí mismo no beber más de ellas aunque se muriera de sed, pues aun le quedaría la sangre de la herida. Aquella herida que él abriría inconscientemente para probar una vez más el sabor dulce del dolor provocado por ella, era consciente de que no debía hacerlo, pero también sabía que parte de ese dolor provenía de aquella mujer. Esa mujer había protagonizado tantos sueños macabros y pesadillas que al despertar lloraba de alegría de que se hubiera ido lejos, eso era lo que él se intentaba hacer creer, que se alegraba de su partida.

Sabía que la había perdido, quizás por no seguir las reglas del juego, o quizás por pensar que esa maldición llamada amor podía llegar a ser la razón de sus alegrías, cuando no era más que una melodía intermitente que rellenaba su pentagrama de latidos retorcidamente acelerados.


Anochecía y conforme la oscuridad se apoderaba del lugar, más se daba cuenta que iba perdiendo la noción del color, no podía distinguir más que negro y blanco, poco a poco se convertía en un pobre chucho que no sabría salir de esa pesadilla. Olisqueó como su antigua vida se iba con la brisa de la noche, sentía miedo y frío, no sabía qué hacer. Así que bajo el hocico y se tumbó con la esperanza de que alguien pudiera sacarle de aquella perrera de tres paredes.