Primero vio el azabache, que le recordó a la larga
carretera que peinó hasta llegar a encontrarse ante esos grandes zafiros en los
que le gustaba mirarse. Aquellas dos gemas eran sus favoritas, pues en ellas se
veía reflejado, a él, el resto de su colección y a lo lejos veía aquella
preciosa prisionera atada con cadenas al suelo como siempre estaba.
Luego pasaría a ese cuarzo rosa tan hipnótico que
nunca sabia cuando dejar de besar. Él pensó que engarzando entre ellas
conseguiría la mayor joya que nunca hubiese visto el mundo, y quizá hubiera
encontrado la felicidad con ellas. No podría saber que aprisionándolas les
quitaba valor, les quitaba la magia, les quitaba el color.
Rodeo su imponente escultura de hielo y mármol, solo un artista de buena
fama podría haber hecho esa obra tan frágil y fuerte a la vez. El tacto que
ofrecía te entregaba un sinfín de sinónimos de belleza pero aun sin saber lo
que había dentro, él sabía que yacía tristeza mezclada con alegría, quizás por
haber sido manejada por otros mediocres artistas que no supieron tratarla como
era adecuado. Era una Venus recién salida del cuadro y debía protegerse como si
se tratase de una diosa, por eso estaba detrás de un cristal reforzado con
grietas acumuladas en el interior.
Y por fin el más preciado objeto de deseo después de
los grandes zafiros, su gran diamante. Quizás igualaba el valor de todas las
joyas que tenía en aquella apagada pero eficiente tienda que logró albergar a
varias modelos antes de que una le prendiera fuego a la tienda e intentara
liberar sus joyas. Un diamante que le
servía para vivir, que le daba la magia necesaria a los otros componentes para
hacer a la colección toda una perfección.
El joyero la miró enamorado y apenado a la vez, pues
además de ver su brillo veía el reflejo de una vitrina aislándola del mundo
exterior. Aislándola de poder hacer feliz a un hombre a modo de regalo para su
amada, o formando parte de un complemento de lujo para una famosa, o
simplemente pasando a las manos de una niña que las guardaría como un tesoro
hasta dárselo a su hija. El joyero se sacó la llave maestra del bolsillo del
pecho, y dejó libre a las joyas, estas viajarían por el mundo llenándolo de
sonrisas y de alegría. El joyero quedaría solo pero orgulloso por haber cuidado
tan bien de ellas, desde que eran pequeñitas hasta que supieron buscar su
camino en la vida.
Pues toda gema es más bella sin las cadenas.
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