Las luces parpadeaban al mismo ritmo que sus ojos
tintineaban, olía el sonido de su voz en el aire, como le gritaba, como le
ensordecía y como le callaba. Observaba en la sala un pantalón rojo manchado,
desgastado, deshilachado y acabado. Yacía en el suelo al lado de un piano viejo
sin más teclas que Si y No, vio una partitura colocada en el atril, aunque
estaba rota se leía el nombre: Claro de Luna. Él recordaba con añoranza las
cincuenta veces que habría sonado esa sonata en su sombría habitación mientras leía
sus cartas y olía el asqueroso/delicioso aroma de esa última rosa negra que le
quedaba.
No sabía que le ocurría, nada más que la veía a ella
mirara donde mirara y no podía sacársela de la cabeza por muy lejos que se
fuera. Se agarró el zafiro atado al cuello y lo tiró contra el suelo
dividiéndose en lágrimas que ella no llegaría a secar nunca. Se prometió a sí
mismo no beber más de ellas aunque se muriera de sed, pues aun le quedaría la
sangre de la herida. Aquella herida que él abriría inconscientemente para
probar una vez más el sabor dulce del dolor provocado por ella, era consciente
de que no debía hacerlo, pero también sabía que parte de ese dolor provenía de
aquella mujer. Esa mujer había protagonizado tantos sueños macabros y pesadillas
que al despertar lloraba de alegría de que se hubiera ido lejos, eso era lo que
él se intentaba hacer creer, que se alegraba de su partida.
Sabía que la había perdido, quizás por no seguir las
reglas del juego, o quizás por pensar que esa maldición llamada amor podía
llegar a ser la razón de sus alegrías, cuando no era más que una melodía
intermitente que rellenaba su pentagrama de latidos retorcidamente acelerados.
Anochecía y conforme la oscuridad se apoderaba del
lugar, más se daba cuenta que iba perdiendo la noción del color, no podía
distinguir más que negro y blanco, poco a poco se convertía en un pobre chucho
que no sabría salir de esa pesadilla. Olisqueó como su antigua vida se iba con
la brisa de la noche, sentía miedo y frío, no sabía qué hacer. Así que bajo el
hocico y se tumbó con la esperanza de que alguien pudiera sacarle de aquella
perrera de tres paredes.