Despertaba entre sabanas empapadas en lágrimas de la
noche anterior, no recordaba si eran de alegría o de tristeza. Abría las
ventanas para que el sol acariciara su rostro y el viento besara su piel. Iba a
la cocina con prisa, pues siempre que levantaba de la cama tenia sed de sus
palabras y hambre de su risa. Esperaba verla con una camisa puesta como cada
mañana y besaría su cuello al mismo tiempo que cogería el café con la mano
derecha. El sol se reflejaría en su tez, un fuerte aroma a café envolvería la
habitación y el sonido de los pájaros retozaría en los rincones del lugar.
Sentado en su escritorio sacaba una pequeña libreta
de cuero marrón y su estilógrafo de plata preferido, empezaría a recorrer su
interior en busca de una historia que escribir, un cuento para contar, una
película que mostrar. Podía elegir al protagonista que quisiera, desde alguien
inventado a sí mismo o a ella también. Tenía hasta la caída del sol para
terminar como todos los días. La luz del mismo le acompañaba en sus aventuras
diarias, la utilizaría de guía para no perderse, para no volverse loco, para no
rendirse.
A la puesta del sol la escucharía entrar por la puerta,
le abrazaría y la besaría para después dirigirse a la cocina. Sacaba dos copas
de vino y después de brindar contaría que tal fue su día, mientras, estaría
embobado mirando sus labios y oyendo su risa. Esa risa que inspiró miles de
historias de desamor a la vez que de pasión. La misma pasión con la que
disfrutaría antes de dormir abrazado a ella, mientras a su alrededor se olería
el fresco perfume de las rosas de su mesilla. Las rosas que imitarían tanto su
olor que parecería que nunca se fue de aquella casa.
Nunca imaginaria todo lo que le ocurrió con ella,
deseaba despertar un día como si nada hubiera pasado para poder repetir todo
con ella, incluso los buenos momentos. Recordaría los malos momentos con
ternura y dicha, pues al discutir lanzaba las más afiladas palabras que podían
imaginarse. Todo ello con la esperanza de poder reconquistarla y nunca sabía si
lo conseguía.
Acababa siempre mirando al sol por la misma ventana
de siempre, veía como se despedía riéndose y al rato se vería a la hermosa
perla blanca ocupando su lugar. Cerraba la ventana al mismo tiempo que empezaba
a llorar, no sabía si era de tristeza o de alegría pero daba igual, pues estaba
ella. Apagaba la luz y me acostaba a su lado con una tímida sonrisa en la cara
y unas atrevidas lágrimas en el rostro.