Olió su sonrisa de jazmín en el aire, se alimentaba
de ese peculiar olor que le envolvía como si del primer día se tratara.
De repente le empezó a caer unas gotas rojas de la
nariz, recordando que esa fragancia no era más que el recuerdo vago de lo que
un día fue un regalo de aniversario para ella. La alegría que mostró al
recibirlo le enternecía, tanto trabajo valió la pena pensó él, solo por ver su
sonrisa le regalaría mil de esos pequeños botes.
Degustó su risa con delicadeza pues no quería gastar
enseguida tal manjar, el mismo que le hacia sonreír diariamente al despertar.
Enseguida le entró un sabor amargo en la boca, se
acordó de las discusiones y los gritos que hacían que se fuera a la calle a
desahogarse. Ella no sabría de esa aventura, no es nada malo pensó él. Las noches
se le hacían rutinarias, después de unos gritos bajaría para verla, él entregaría
unos billetes y el camarero se la daría. Él la besaría hasta gastarla y darse
cuenta que era hora de volver a casa y pedirle perdón.
Vio su hermosa piel en el horizonte, ese tacto tan
adictivo que disfrutaría cada noche en su apartamento después de otra cena
perfecta.
Empezó a sangrar lágrimas, pues la herida se había
abierto y por mucho que rebuscaba no encontraba esa rosa que él le regaló en su
primera cita. Le encantaba mirarla de la cabeza a los pies deleitándose con tal
belleza, sabiendo que lo observaba era suyo y de nadie más. Ese mismo
pensamiento fue el que hizo que también le viera irse por la misma puerta por la que él entró con ella en brazos.
Oyó el perfume de su cuello que le hizo
estremecerse, se maravillaba cada vez que apreciaba las gotas caer en ella.
Sintió un sonido agudo en sus oídos hasta no oír
nada, tantas risas con ella debió haber logrado esto pensó. Le venía a la
cabeza esas tardes paseando en los parques donde lo único que se oía era el
graznar de los patos y el canto de los pájaros. Se alegraba de la sordera, pues
después de su partida solo escuchaba cuervos y buitres que esperaban su
rendición.
Tocó el carmín rojo que vestían sus labios, era
afortunado de haber desgastado el color con cada saludo y con cada despedida.
La piel se le empezó a ennegrecer y notó como cada
escama se desprendía mostrando así el simple hueso que formaba su mano izquierda. La echaría
mucho de menos, había aguantado esa sortija tan mágica que la madre de ella le
entregó como una vez hizo la madre de ésta. Ese simple círculo le hacía
acordarse del sonido de las campanadas, de la gente presente en tal
celebración, del arroz cayendo en el velo de ella sin llegar a tapar ese color
tan amado por él. Por desgracia también recuerda como el anillo caía en el
portal de su casa tirado con rabia por ella.
Y aunque no tenía nada con lo que sentir, pudo notar
como un extraño seguía haciendo ruido en su pecho. Cada ruido aunque menos
repetitivo con el tiempo le hacía seguir creyendo en la posibilidad de curarse.
Aunque forzara su sexto sentido al máximo